domingo, 11 de abril de 2010

"Green Zone": the movie





















Green Zone” (título traducido erróneamente para el doblaje español como: “Zona Protegida”) es un film de acción realmente trepidante. Desde los primeros segundos del metraje, los travelling de cámara son constantes, las carreras, despliegues y tiroteos no paran de sucederse, uno tras otro. Sin embargo, es una obra que puede funcionar muy bien como documental para los estudiantes de Historia Actual. Quizás incluso más que para aquellos que vivimos los sucesos en directo, puesto que realmente no aporta ningún dato que sorprenda al espectador. Éste, como contemporáneo de los hechos, ya quedó totalmente patidifuso en su día ante el incalificable descaro con el que la administración Bush mintió burdamente para justificar la invasión de Irak. Pasa como con el libro Sin cobertura: son obras que hubieran generado un shock de haber aparecido en pleno 2003, pero que a siete años vista son lluvia sobre mojado, y encharcado.

De todas formas, “
Green Zone” es una obra correcta. El actor Matt Damon interpreta a un oficial técnico destacado en una unidad especializada de las fuerzas estadounidenses, encargada de encontrar las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, en el Irak recién invadido. Sin embargo, vayan donde vayan los hombres del “Chief” Roy Miller (Matt Damon), no encuentran ni rastro de las WMD (Weapons of Mass Destruction). Y lo más intrigante de todo, es que la información proviene de fuentes de la propia inteligencia norteamericana. ¿Qué está ocurriendo?

La trama de “
Green Zone” es sencilla y está equilibradamente distribuida entre una serie de personajes escogidos con cuidado para que no falte ninguno: el iraquí bueno y colaboracionista, aunque patriota; el general iraquí, baasista y ambicioso: hasta el final del film quedará en suspenso su condición de malo o bueno; una especie de Wolfowitz que ocupa un cargo importante en el virreinato americano en plena Zona Verde de Bagdad; un desengañado oficial de la CIA; y una periodista tan veterana como mendaz. A destacar asimismo un oficial de los Delta Force, de marcado aspecto macarra y que tampoco ocupa un lugar positivo en el retablo.

No voy a desvelar la trama del film, pero sí aportar algunas reflexiones sobre aspectos que me parecen relevantes. En primer lugar, que como en el libro
Sin cobertura, los espías son funcionarios honestos. El oficial de la CIA que contacta con Roy Miller, es un experto en Oriente Medio totalmente desengañado con la invasión de Irak y la forma en al que se está planteando la reconstrucción del país. Sabe de sobra que no existen las WMD y le parece una barbaridad que no se cuente con la oficialidad del Ejército iraquí para que colabore en la administración del nuevo estado post-Saddam. En efecto, uno de los errores garrafales cometidos por los norteamericanos (a diferencia de lo que hicieron en casí los países anteriormente ocupados por ellos) fue arrancar de raíz y destruir la administración del régimen recién derribado. Eso contribuyó decisivamente al caos que en Irak se prolongó durante meses y hasta años. Ese desorden está bien plasmado en las escenas callejeras del film, en especial el monumental embotellamiento provocado por los iraquíes, coléricos porque no funciona la traída de aguas. O en los saqueos de cualquier edificio público que pueda contener algo de valor.

Si los agentes de la CIA desempeñan un papel honesto y positivo en este guión, contrariamente al que suelen tener en la mayor parte de los films, los periodistas quedan en mal lugar. El personaje de Lawrie Dayne trabaja para el “Wall Street Journal” y no parece casualidad. Sólo un periódico tan identificado con el neoliberalismo más agresivo puede haber contribuido tan activamente a difundir el mito de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. De hecho, la periodista actúa como una mera correa de transmisión de las mentiras que elabora la gente de Wolfowitz. El scoop informativo es más importante que la verificación de la noticia, y por lo tanto se traga el gazapo de “Magellan”, mintiendo ella también so capa de proteger unas fuentes de información que no tiene.

En “Green Zone”, las mentiras llegan directamente desde la cúpula el poder y pasan como una apisonadora sobre las fuentes de información habituales. Tal como sucedió en la realidad, por cierto. Los del equipo del presidente George W. Bush (los “Vulcanos”) se inventaron lo que creyeron más conveniente sin que les temblara el pulso. Realmente fue un escándalo de mayor envergadura que los protagonizados por Nixon durante la Guerra del Vietnam, por lo que resulta bastante asombroso que hasta la fecha no haya tenido consecuencias penales para los protagonistas. ¿Por qué no fue así? Aquí tenemos un buen ejercicio de reflexión para la clase. Eso sí, empiezan a rodarse films que parecen la vanguardia de ese nuevo síndrome del “Vietnam en el desierto” que el viejo Bush padre, en 1991, quería evitar a toda costa.

Green Zone” está bien ambientada, aunque filmada en Marruecos que empieza a ser plató habitual para las películas de ambiente iraquí). Las escenas de la vida en la Zona Verde en contraste con las del resto de Bagdad, refuerzan con eficacia el argumento del film. La recreación de las innovaciones tácticas propiciadas por la informática pronto parecerá irremisiblemente anticuada, pero de momento todavía resulta interesante.

miércoles, 7 de abril de 2010

"Sin cobertura": tras las claves de un desastre (2)
















Saddam Hussein es recibido por Franco y Arias Navarro en 1974. En esa ocasión se le concedió al iraquí la Gran Cruz de la Real Orden de Isabel la Católica como premio a su "comportamiento extraordinario en beneficio de España". Es decir, como pago simbólico de los 4 petroleros que Sadam había enviado a Franco meses atrás, durante el embargo de la OPEP en 1973


2.- La inminencia de la invasión de Irak, en el invierno de 2002 a 2003, pone de relieve un problema que, ciertamente, era de gravedad: ¿qué relaciones deberían mantenerse con los agentes y confidentes iraquíes del servicio de inteligencia español? Los vínculos entre los espías españoles e iraquíes eran importantes y no se circunscribían a aquellos meses. Arrancaban de la línea política favorable a los países árabes con raíces en los primeros tiempos del régimen franquista, de lo cual fue buena muestra el hecho de que en 1974 el mismo Saddam Hussein fuera condecorado por Franco con la orden de Isabel la Católica. Sin embargo, en marzo de 2003, España forma parte de la coalición invasora, junto con los Estados Unidos, Gran Bretaña y Polonia; y los iraquíes se convierten en enemigos.

Según los autores de Sin cobertura, los colaboradores más comprometidos con el espionaje español piden desesperadamente pasaportes y dinero para escapar del destrozado país, en el cual los norteamericanos detienen a mansalva, torturan e incluso hacen desaparecer a funcionarios y militares del antiguo régimen.

Ante esta situación, el esforzado jefe de Inteligencia Exterior del CNI, protagonista de la novela-reportaje no para de prometer que los españoles no dejarán tirados a sus amigos y aliados; pero el malvado “Pato”- Borrego, siguiendo instrucciones del gobierno, impide el rescate.

El planteamiento argumental de los autores de Sin cobertura parece correcto a simple vista. El gobierno de Madrid no quiere rescatar a los antiguos colaboradores iraquíes por no interferir con la labor depuradora de los norteamericanos en el invadido país. La posición española en Irak estaba absolutamente subordinada a la voluntad de Washington. En esa situación, el gobierno de Aznar no osaba arriesgarse a ningún tipo de enfrentamiento con los amos americanos. Y menos por salvar a un puñado de oficiales de inteligencia iraquíes, gente que, supuestamente procedía del núcleo duro del régimen de Saddam Hussein, a quien por entonces se buscaba denonadamente por entonces.

Llegados a este punto, los autores de Sin cobertura parece que no saben cómo salvar la papeleta narrativa, al margen de echar toda la culpa al jefe del CNI y al viceministro de Defensa. Sin embargo, una lectura un poco atenta de la novela permite descubrir dos cabos que los autores parecen dejar sueltos, no sabemos si intencionadamente o no.

3 .- Cuando el director general le prohíbe llevar a cabo el rescate de los colaboradores iraquíes, el jefe de Inteligencia Exterior del CNI no intenta nada por su cuenta que no sea ganar tiempo ante los cada vez más nerviosos espías del invadido país. En Sin cobertura se habla de una lista de treinta personas, sin que se mencione la condición previa de recuperarlas a todas en una sola operación. Pasaportes comprados en el mercado internacional, exfiltraciones individuales, recurso a terceros países amigos… la posibilidad de actuar extraoficialmente –recurso en teoría no ajeno a las actividades de un servicio de inteligencia- no parece pasársele por la cabeza al protagonista de la novela. Y es que si bien no existe servicio de inteligencia históricamente leal con todos sus colaboradores, hay categorías y grados; porque ganarse a la gente para una causa puede suponer mucha iniciativa y disposición a asumir riesgos.

El resultado es que, por activa o por pasiva, los colaboradores iraquíes del CNI de la época parecen ser víctimas de un españolísimo pufo en su variante administrativa; una versión actualizada del “vuelva-usted-mañana” de Larra, puesta al día cosmopolita al gusto del nuevo milenio, tras sobrevivir a lo largo de todo el siglo XIX y el XX. Es triste coincidir con los autores de la novela en que, efectivamente, esa versión de los hechos resulta más que probable.

Como complemento y propina, todo el aciago asunto es buena muestra de que, una vez más, los españoles carecen de un plan B. Otros países, como Francia, si lo tenían: el intento de secuestro de Saddan Hussein, pocos días antes de comenzar la guerra, que implica a daneses y finlandeses. Con esa operación, Paris intentó cortocircuitar las intenciones norteamericanas de desencadenar la invasión contra Irak,.

Madrid tampoco tendrá plan B (y casi ni siquiera plan A) cuando los ocho agentes del CNI caigan en la mortal emboscada de Latifiyya, el 29 de noviembre de 2003, dando lugar a la mayor catástrofe de un servicio de inteligencia español desde la Guerra cCvil, y uno de los mayores que haya sufrido cualquiera de sus homólogos occidentales desde el final de la guerra Fría y hasta el atentado contra la base avanzada de la CIA en Jost (Afganistán) el 30 de diciembre de 2009.

Los autores de Sin cobertura dan con la clave, una vez más; y de nuevo, la servidumbe de la novelística hace que el relato sea forzosamente simplificador. Algunos de los antiguos colaboradores del servicio de inteligencia iraquí, hartos de esperar por los pasapaortes que los librarían de la persecución americana, amenazan y luego ejecutan a sus antiguos colegas españoles. Primero es el sargento Bernal, viceagregado de información de la Embajada española en Irak. Cae asesinado en su domicilio el 9 de octubre de 2003; fue el primer aviso. Veinte días más tarde, se produce la emboscada de Latifiya y mueren otros siete agentes del CNI.

La emboscada fue planeada y ejecutada a conciencia por miembros de Ansar Al Islam Al Sunna, cercanos a Al Qaeda, con información suministrada por ex miembros del servicio secreto iraquí. Por parte española se produjo una acumulación de fallos. Los teléfonos vía satélite no funcionaron bien, y además, los agentes sólo contaban con dos. No llevaban localizadores GPS/GSM personales, ni QRF. Los automóviles de otros equipos de inteligencia, americanos o británicos, iban perfectamente camuflados, solían ser taxis o vehículos de reparto comprados a los iraquíes, remotorizados y blindados con kevlar. No así los españoles, que destacaban como extranjeros en medio del tráfico local y carecían de blindaje. En fin, quien lo desee puede leer en un foro especializado cuáles y cuántas fueron las carencias debidas a la idea de que se puede ir a la guerra haciendo economías; o que bastaba confiar en la idea de que era suficiente con ponerse de perfil, implicarse lo menos posible, y confiar en aquello de que los españoles resultamos simpáticos y queridos por doquier. En cualquier caso, en Madrid casi nadie parecía estar realmente preparado para que tropas e informadores operaran en territorio realmente hostil, en zona de guerra.


Por lo tanto, y aunque dan con la clave, al final los autores de Sin cobertura no parecen percatarse del trasfondo cultural que transpira el fracaso de la intervención española en Irak en lo relativo a la gestión de inteligencia. El mismo que late en el estado de conservación de los lavabos de un país. Un asunto, que por supuesto, va mucho más allá de la actuación nefasta de un determinado gobierno, de un jefe, de un responsable.





















Al día siguiente de la emboscada, algunos pobladores de Latifiyya parecen celebrar el resultado de la acción sobre los restos de uno de los automóviles carbonizados del equipo del CNI. Median casi treinta años entre la foto de Saddam Hussein en Madrid y ésta, todo un símbolo de la destrucción de los vínculos preferenciales que había tejido la diplomacia española en varios países árabes.

(Continuará)

lunes, 5 de abril de 2010

"Sin cobertura": tras las claves de un desastre (1)




















La célebre foto del "trío de las Azores", 16 de marzo de 2003, a sólo cuatro días de la invasión de Irak. A primera vista, destaca la uniformidad vestimentaria de los tres mandatarios, que resalta la sintonía de sus intenciones. También el posado cerrado de los protagonistas refuerza su unanimidad. Contra esa puesta en escena, sobresale la actitud del entonces presidente Aznar, tanto por el punto feroz de su sonrisa, como por la satisfacción personal que transmite, mientras el presidente norteamericano le pasa la mano sobre el hombro. En la base aérea de Lajes, la brisa despeina el flequillo del mandatario español, lo cual acentúa todavía más la singular actitud del personaje: como se supo más tarde, la cumbre de las Azores se celebró por insistencia del presidente Aznar. El acontecimiento diplomático forma parte central del relato de la novela-reportaje Sin cobertura





Desde hace ya algunos años tiendo a considerar que el nivel de desarrollo social y político de un país puede estimarse a partir del estado de conservación de sus lavabos públicos, y del funcionamiento de sus servicios de inteligencia. De lo primero cobré conciencia tras pasar mi juventud viajando en tren por toda Europa. Años después, esa opinión vino reafirmada por las sabias palabras del maestro sufí en el entrañable film de François Dupeyron en 2003: “El señor Ibrahim y las flores del Corán”, referidas a la diferencia entre los países pobres y los ricos, a partir de las basuras.

Para lo segundo me fue útil mi experiencia como historiador y periodista en los últimos veinte años. Posiblemente hay una conexión inconsciente entre ambos baremos basada en el manido tópico de que los servicios de inteligencia son las cloacas del estado. Pero más bien me inclino a pensar que, en mi cabeza, la filiación se reduce a considerar que en ambos casos se trata de servicios imprescindibles, sobre los que hablan poco los ciudadanos de aquellos países en los cuales se conservan en mal estado de funcionamiento, asunto que es "vox populi" entre los extranjeros.


Desde luego, en España el debate está permanentemente en el alero, no tanto en lo referido a la limpieza de los wc´s a lo largo y ancho de su geografía, sino a la calidad de su CNI, antiguo CESID. Y si ello viene a cuento de este post es debido a la publicación de la reciente obra firmada por los periodistas Jordi Bordas y Eduardo Martín de Pozuelo, referida a la actuación de los servicios de inteligencia españoles ante la invasión de Irak.

Bajo el título: Sin cobertura (Eds. RBA, abril de 2010) el libro se presenta como un trabajo a medio camino entre el reportaje y la novela histórica. Con ello, los autores pretenden que el primer género aporte credibilidad, mientras el segundo cubra las lagunas que la investigación no logró desvelar.

Como suma de ambos géneros, el resultado final no es brillante. En su faceta de novela, Sin cobertura es una obra bastante aburrida, por pesada y reiterativa: 239 de las 469 páginas se centran en explicar, machaconamente, cómo el íntegro jefe del área de Inteligencia Exterior del CNI se esfuerza una y otra vez, a lo largo de casi nueve meses, en cerciorarse de que Irak no posee armas de destrucción masiva. Ante su sorpresa, los informes que remite a su propio jefe (el diplomático Jorge Dezcallar, rebautizado en la novela con el esperpéntico nombre de: Fernando “Pato” Borrego) y a presidencia del gobierno, no hacen mella en la inquebrantable voluntad del gobierno Aznar por participar en la imparable invasión de Irak. Ante la contumacia de los ministros del Partido Popular en el poder, el intrépido jefe de espías protagonista del libro, incluso llega a informar por su cuenta a la Casa Real la cual, según los autores, tampoco estaba al tanto de la peligrosa situación a la que se abocaba el país en vísperas de la invasión de Irak.

Y ése es el eje de la línea argumental, desde la primera hasta la última página: un ataque frontal contra la política exterior del gobierno Aznar y su hombre, al frente del CNI en esa época: Jorge-Fernando ¿“Pato”? Borrego-Dezcallar. Servil al núcleo duro del ejecutivo de la época (Trillo, Ana Palacios, Acebes y sobre todo, el mismo Aznar) los autores podrían haberle llamado Botarate, Soplagaitas o Alma de Cántaro, dado el deleznable protagonismo que se le reserva, desde la primera hasta la última de las cuatrocientas y pico páginas del libro.

La obra, en su faceta de reportaje: sin poner en duda que el gobierno de la época y su obcecada línea pro-estadounidense estuvieron en el origen de muchos de los desastres de su política exterior (a las cuales se pasa revista en el libro, incluyendo el accidente del Yak 42 en Trabzon), la obra presenta algunos vacíos argumentales y narrativos que no terminan de aclarar las sombras de los atentados que costaron la vida a ocho oficiales del CNI en el otoño de 2003.

1.- En la novela, el voluntarioso jefe del área de Inteligencia Exterior del CNI (nada menos) intenta demostrar a “Pato” y Borrego, durante dieciocho meses (desde el junio de 2002 a diciembre de 2003), que Saddam Hussein no posee armas de destrucción masiva, que su régimen no mantiene alianzas con Al Qaeda y que, en líneas generales, la política seguidista del gobierno español con respecto a las ambiciones norteamericanas en Irak, es poco menos que suicida. El enfrentamiento se hace cada vez más aparatoso, conforme va quedando claro que el gobierno Aznar sólo atiende a las informaciones que suministra el amigo americano a través de la CIA, mientras los datos que consigue el CNI en Irak son olímpicamente ignorados.

Ahora bien, el perplejo ambiente “antigubernamental” que va dominando a la cúpula de Inteligencia Exterior del CNI –grosso modo, uno de los hemisferios del aparato de inteligencia español- resulta artificioso. Precisamente, a partir de la llegada al poder del Partido Popular, en 1996, ganaron posiciones mandos políticamente cercanos a los sectores más duros de los nuevos gobernantes, incluyendo oficiales del Opus Dei en todo el organigrama del CNI. Cuesta creer (y mucho) que lo relatado en Sin cobertura se redujera a un pulso sin fisuras entre “Pato” Borrego-Dezcallar e Inteligencia Exterior del CNI.

Por otra parte, también resulta inverosímil que todo un jefe del Área del CNI se sorprenda tanto y tan reiteradamente ante la mentalidad de quiénes habían ocupado las carteras del poder en la Moncloa, incluyendo sus intereses personales y políticos, manías, ideas fijas, y obsesiones; es decir: hasta dónde estaban dispuestos a llegar. y por qué. Y no se está sugiriendo que en 2002, cuando comienza la novela-reportaje, el CNI se abstuviera de obtener datos sobre unos gobernantes que llevaban ya seis años y pico en el poder. Es más sencillo que eso: el caso es que desde siempre, en Madrid, en el “Foro”, uno de los pasatiempos preferidos de los “enterados” (¿y quién renuncia a serlo en la capital?) consiste en hacer circular los más variados dimes y diretes sobre las personas del gobierno, muchas veces con notable acierto.

En definitiva, sí es posible que tuvieran lugar tensiones entre determinados estamentos del CNI y el gobierno de Aznar por la gestión de la inteligencia obtenida en Irak; pero lo más lógico, dadas las circunstancias, es suponer que esas tensiones discurrieron de una forma mucho más tortuosa que como nos lo explica la novela-reportaje. De una parte, las tiranteces alcanzaron sobre todo a las relaciones políticas subterráneas entre Madrid y Bagdad, (cosa que explica el libro, aunque a escala reducida). Y, muy posiblemente, estuvieron en el origen de la intensa y nefasta politización que sufrió el CNI, así como otros muchos estamentos y organismos de la administración española.

(Continuará)

viernes, 26 de marzo de 2010

BBC Historia: una reseña





















"BBC Historia" nº 1, Abril 2010
Mirador, pag. 78


El desequilibrio como orden. Una historia de la posguerra fría, 1991-2008
Veiga, Francisco
Alianza Editorial, 2009, 534 pp.





Hay que sentirse realmente atraído por el riesgo para publicar un estudio sobre la historia más actual, exactamente la de los veinte años que van desde la caída del Muro de Berlín (por destacar uno de los acontecimientos que mejor pueden simbolizar el fin de la guerra fría) hasta la crisis actual de 2007-2008. Francisco Veiga, profesor de Historia contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, es el responsable de tan arriesgada apuesta y debo adelantar que, con resultados más que notables.

El libro, escrito con un estilo ágil, de fácil lectura, no es una suma de reportajes periodísticos al uso, de mayor o menor profundidad y acierto, sino un verdadero trabajo de un historiador profesional que, a partir de la abundante documentación e información existente de primera y segunda mano, ofrece una interpretación, sujeta, por supuesto, a debate (al que el propio autor invita) sobre el conjunto de este periodo que la mayoría de sus potenciales lectores tienen más o menos vivo en su memoria.

Veiga ha recurrido a sus propios trabajos previos (libros, artículos, comentarios periodísticos...), a una amplia selección bibliográfica entre la extensa y variada existente y, como no podía ser menos en estos tiempos, a los múltiples recursos que ofrece Internet (fuentes hemerográficas de los grandes rotativos de todoel mundo, foros especialziados, etc.) sin los cuales, como afirma el autor, "otro hubiera sido el resultado; posiblemente, ni mejor ni peor, pero completamente diferente".

El fin de la guerra fría, con la descomposición del bloque soviético hacia 1989-1991, supuso, según Veiga, el momento germinal del siglo XXI. En los primeros años de la posguerra destaca la felicidad de Occidente y, en especial, de Estados Unidos, que se considera vencedor y el garante, y beneficiario, del llamado Nuevo Orden Mundial. Pero este nuevo orden, en un mundo cada vez más globalizado, pronto fue revelando sus insuficiencias, sus contradicciones, sus fiascos, sus dobles raseros, a la hora de enfrentarse a los nuevos retos geoestratégicos y a los viejos problemas sociales, económicos y políticos del planeta,

La profunda crisis de 2007-2008 que cierra este periodo, crisis de crédito y de credibilidad, refleja que el Nuevo Orden Mundial ha resultado que no es tal, sino, un nuevo "desequilibrio". Otras fuerzas como el islamismo radical también se han considerado vencedoras de la guerra fría, han surgido o resurgido nuevas potencias emergentes como China, Rusia (a partir de Putin), India o Brasil (del llamado grupo BRIC), mientras un continente entero como África sigue siendo el gran olvidado. Como señala el autor, hoy la implosión de ese supuesto orden es generalizada.

Buen conocedor de los medios de comunicación occidetnales, Veiga insiste en destacar su importancia a la hora de determinar la "agenda" de la realidad y manipular de mil maneras los acontecimientos y su interpretación. De ahí la necesidad de analizar críticamente la información disponible en los media y de recurri a fuentes alternativas. Afortunadamente, libros como esta historia de la posguerra fría ayudan a resituar los acontecimientos y a reinterpretar su sentido en un marco global, contribuyendo a que sus afrotunados lectores sean unos ciudadanos mejor informados y más críticos y activos en la salida de la crisis actual.

Octavio Montserrat

miércoles, 6 de enero de 2010

Galería fotográfica (3): Subcomandante Marcos




















Enero de 1994: nace el EZLN

"Y desde hacía meses, había hecho su aparición en el estado de Chiapas, en el empobrecido sur de México, el denominado EZLN, siglas correspondientes a Ejército Zapatista de Liberación Nacional. No se trataba de un movimiento guerrillero con la ferocidad de Sendero Luminoso o el MTAP en Perú; tampoco desplegaba la capacidad operativa de la guerrilla colombiana, ni tenía que ver con los viejos grupos marxistas latinoamericanos. Muy al contrario, el EZLN, con su carismático Subcomandante Marcos al frente, era un movimiento indigenista, con una discurso político alternativo, que conectaba muy bien con los grupos de reivindicación social, anticapitalista y antiglobalización de mediados y finales de los noventa, como “Los Sin Tierra” brasileños, los cocaleros bolivianos, los piqueteros argentinos o los jóvenes okupas europeos. El EZLN desarrolló un amplio corpus doctrinal indigenista y contra neoliberal, más que una ofensiva militar: ésta apenas duró dos semanas, a comienzos de 1994. Tal actitud le atrajo las simpatías de numerosos intelectuales progresistas occidentales, los cuales le aseguraron un amplio eco internacional, posiblemente superior a la amenaza real que representaba como alternativa a gran escala al orden establecido". (El desequilibrio como orden, pag. 159)

El Subcomandante Marcos, con su gorra deshilachada, el eterno pasamontañas y la pipa sobresaliendo de él, se convirtió en un gran icono de los noventa. Concesión a la modernidad, el dirigente guerrillero solía exhibirse con los auriculares del sistema de comunicaciones y teléfonos móviles o walky talkies en la pechera. El caballo y la foto en blanco y negro eran elementos que conectaban al Sucomandante Marcos con la imagen del histórico Emiliano Zapata.

El conjunto estaba bien conseguido y funcionaba a la perfección como imagen de un nuevo Che Guevara de fines del siglo XX. El pasamontañas le confería un aspecto montaraz y un velo de romántico misterio; el aspecto tétrico de la prenda quedaba corregido por la pipa, que le otorgaba un aire de reflexiva capacidad intelectual (en efecto: "Marcos" era de hecho un profesor de la UAM de Ciudad de México, llamado Rafael Sebastián Guillén Vicente). Hasta la munición exhibida estaba escogida para armonizar con el conjunto: no se trata de balas o proyectiles de uso militar, sino de postas para escopeta, un arma mucho más "civil".

Por último, el título de "Subcomandante" (y no de Comandante) estaba pensado para emparentar, una vez más, con el Che (no con un nuevo Castro) y con la figura de Zapata, líder guerillero que siepre rechazó ostentar poder político.


















Los jefes de la División del Norte y del Ejército del Sur, los generales Pancho Villa y Emiliano Zapata, entran en ciudad de México, 6 de diciembre de 1914





















Tropas del EZLN. A su frente, el Subcomandante Marcos

martes, 5 de enero de 2010

Galería fotográfica (2): La paz de los valientes















13 de septiembre de 1993


"Al menos, en septiembre Clinton obtuvo su primera gran victoria en política exterior. El día 13 de ese mes [septiembre], en los jardines de la Casa Blanca, el primer ministro israelí Itzak Rabin y el líder de la Organización para la Liberación Palestina, Yasir Arafat, se estrecharon las manos ante un Bill Clinton que extendía sus brazos casi sobre ellos, como una gallina protectora. Si la escena resultaba espectacularmente favorable para el presidente norteamericano fue debido a que éste supo sacar partido de su presencia física y su carisma, más que a los méritos del fotógrafo. Por otra parte, la escena buscaba el referente con la protagonizada por Jimmy Carter (otro presidente que recordaba a Clinton por su estilo), Menajem Begin y Anuar el Sadat en 1978, que marcó la firma de los Acuerdos de Camp David, comienzo de una paz duradera entre israelíes y egipcios, que constituyó el primer gran acuerdo exitoso para Oriente Próximo. Además, el acto de septiembre de 1993, que marcó la firma de los denominados Acuerdos o Declaración de Principios de Oslo, parecía estar directamente relacionada con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la victoriosa operación militar de la gran coalición internacional en Kuwait, en 1991. A simple vista, era uno más de los conflictos heredados de la Guerra Fría y resueltos en la era del Nuevo Orden" (El desequilibrio como orden, pag. 104)


Rabin y Arafat acaban de firmar los acuerdos de Camp David, 1993. Se levantan de la mesa y se estrechan las manos ante el presidente Bill Clinton. Y la fotografía resultante, obra de J. David Ake (AFP/Getty Images), se convierte en un icono para los libros de texto de Historia.

La composición es realmente austera: todo el espacio está ocupado por los personajes, que protagonizan un conjunto casi estatuario, con el presidente norteamericano sirviendo como eje vertical y horizontal (gracias a las manos y los brazos) de toda la escena.

La sobriedad de la fotografía centra todo el interés en la gestualización de los políticos, que revela su estado de ánimo. Arafat está más cordial -y satisfecho- que Rabin, cuyo rostro expresa, ante todo, determinación, más que entusiasmo. Eso cuadra a la perfección con el papel jugado por cada uno. Pero sobre todo, el protagonismo central es de Bill Clinton, que además busca reflejarlo de forma muy consciente. Su rostro denota una reconcentrada satisfacción. Casi podemos escuchar que pronuncia, o incluso exclama un: "¡Hecho!" categórico. Su estatura, su juventud y la elegancia de su traje lo erigen como una fuerza de futuro sobre los dos viejos líderes y sus viejas rencillas, incluyendo a Arafat, con su uniforme paramilitar pasado de moda.

Como contraste, se ofrecen otras fotografías icónicas, correspondientes a los acuerdos de Camp David de 1978, entre Menajen Beguin y Anuar el-Sadat, apadrinados por el entonces presidente norteamericano Jimmy Carter. Ninguna de ellas logró la perfección compositiva de la lograda por Ake en 1993. Para otras composiciones de cumbres trilaterales en Camp David, pinche aquí.



lunes, 4 de enero de 2010

El por qué y el para qué (3)




















Prueba de imprenta de Eugenie Grandet, por Honoré de Balzac. Fuente: Escribir y reescribir, Un manual para la corrección de los textos narrativos, por Gloria Fernández Rozas, Madrid, 2008. Prácticamente ningún autor se libra de cometer numerosas erratas de todo tipo en la redacción de su obra (al margen de los cambios de criterio de última hora). Precisamente por eso, existe el oficio de corrector de pruebas, que utilizan las editoriales

En su obra, Repensar la Historia, ya ampliamente citada en un post anterior, el historiador británico Keith Jenkins reflexiona sobre ese punto en el que, tras haber concluido su investigación, los historiadores han de escribirla:

"Es en ese momento en el que los factores epistemológicos, metodológicos, e ideológicos vuelven a entrar en juego, interconectándose con las prácticas diarias, como ya habrá ocurrido durante el resto de las fases de investigación. Obviamente las presiones del día a día son muy variadas pero podríamos destacar algunas de ellas.

1. Las presiones de la familia y/o amigos ("¡No vas a trabajar ni un solo fin de semana más!", "¿podrías dejar por un rato el trabajo?").

2. Las presiones del lugar de trabajo: sobre el historiador se ciernen los apremios de los decanos, los jefes de departamento, los colegas, las políticas institucionales de investigación y, no nos olvidemos, las obligaciones docentes.

3. Las presiones de los editores en relación con:

-El número de palabras: las limitaciones sobre el número de palabras son considerables y tienen consecuencias. ¡Pensad en lo diferente que sería el conocimiento histórico si todos los libros fueran un tercio más cortos o cuatro veces más largos del tamaño "normal"!

-El formato: el tamaño de las páginas, el tipo de impresión, con o sin ilustraciones, con o sin ejercicios, la bibliografía el índice, etc.; en fascículos, acompañados de casetes o de vídeo, todo esto también tiene consecuencias.

-El mercado: dependiendo de quiénes vayan a ser sus compradores, el historiador elegirá qué decir y cómo decirlo. Pensad que la Revolución Francesa de 1789 ha sido "diferente" según haya estado dirigida a escolares, a estudiantes de secundaria, a lectores no europeos, a "especialistas revolucionarios" o a profanos en la cuestión.

-Los plazos de entrega: el tiempo que el escritor puede destinar, tanto a la investigación como a la redacción, y cómo se distribuye ese tiempo (un día ala semana un semestre sabático, los fines de semana) afecta a la disponibilidad de las fuentes, la concentración del historiador, etc. Una vez más, los tipos de condiciones que impone el editor para la conclusión de una obra son, a menudo, cruciales.

-El estilo literario: el modo en el que escribe el historiador (de forma polémica, discursiva, rimbombante, pedante o combinando todos esos estilos) y la riqueza gramatical sintáctica y semántica; todo afecta al relato y puede que el historiador tenga que modificar su escritura para adaptarla al estilo de la editorial, al formato de las colecciones, etc.

-Los evaluadores: los editores envían los manuscritos a lectores especialziados que pueden exigir drásticos cambios en la organización del material (este texto, por ejemplo, tenía originalmente casi el doble de páginas); además, se sabe que algunos evaluadores juzgan en función de sus intereses personales.

-La reescritura: en todas las etapas, hasta que el tecto llega a la imprenta, se producen reescrituras. A veces, secciones enteras necesitarán tres borradores; otras, puede que trece. Las ideas brillantes que inicialmente parecían decirlo todo se vuelven aburridas y deslucidas cuando las habéis escrito una docena de veces; a veces elimináis cosas escritas en el original, y los contenidos no omitidos a menudo parecen rehenes de la fortuna. ¿Qué tipo de juicios son los que baraja un historiador mientras trabaja con esos vestigios que ha leído y comentado hace ya tanto tiempo?


Los condicionantes que, según Jenkins, rodean la elaboración de la obra historiográfica y su publicación no pueden ser más exactos. El desequilibrio como orden fue también producto de todos ellos, con excepción de la evaluación, que cobró la forma de ajustes sobre la marcha, entre autor y responsable de la editorial. En cualquier caso, Jenkins demuestra, una vez más que no sólo conoce su profesión como historiador, sino que además experimentó en carne propia los problemas que supone publicar una obra académica. Asunto sobre el cual muchos críticos parecen no tener idea.

Porque, en efecto, lo que suele olvidarse es que la editorial es tan responsable como el autor del resultado final del producto final: el libro que llega a las manos del lector. Sin embargo, el autor es el único que lo firma.

A lo largo de las fases finales de produccción del libro, cualquiera de mis libros, suelo esgrimir este argumento una y otra vez, aunque normalmente con escaso resultado. Ello es debido a que el autor raras veces trata con nadie que no sea el editor, jefe de ediciones, reponsable editorial o como se designe a esa persona que se convierte en el único interlocutor. A veces, el autor tiene el provilegio de tratar con el corrector, o más propiamente, con el jefe de correctores; pero no siempre es así.

En consecuencia, el autor apenas tendrá contacto con el equipo de profesionales que darán forma final a su libro. En realidad, casi todos ellos tenderán a atrincherarse en sus respectivos ámbitos, evitando, muy conscientemente, el trato con el autor.





















Explosión de colores, casi festiva y algo pop, para ilustrar la "implosión" de Yugoslavia, a cargo de la revista de historia catalana "L´Avenç", 1993. Obsérvese la tipografía "para-cirílica" diseñada para la ocasión. La portada hizo desistir al autor de enviar ejemplares de su artículo a colegas y amigos en las repúblicas ex yugoslavas, por entonces en guerra. Cubiertas y portadas suelen elaborarse (aunque no siempre, por fortuna) al margen del criterio profesional de los autores.


En apariencia, el asunto puede parecer anecdótico, pero no lo es; porque el resultado final tendrá un peso nada desdeñable en el producto final. Y no hablo ya de tal o cual cubierta francamente chapucera que el mismo autor evitará contemplar siempre que pueda -cosa que sucedió con una de las ediciones de uno de mis títulos .Eso puede ser anecdótico o no tanto, puesto que las editoriales dedican partidas presupuestarias, nada desdeñables, al diseño de cubiertas: por algo será. Pero es que el problema puede llegar a materializarse cuando el jefe de ventas opina que el título de la obra "no le convence", "no es comercial" o cualquier otra consideración por el estilo. El lector que no tenga experiencia en estas lides, se preguntará: "¿Y llegado ese caso, el autor cambia el título a propuesta del jefe de ventas?". La respuesta no es sencilla: depende de la veteranía del escritor y su capacidad para capear este tipo de situaciones, su inventiva a la hora de proponer títulos alternativos, su disposición a tener en cuenta el factor comercial, y un largo etcétera. En cualquier caso,y sea como sea, la cuestión habrá sobrevenido a iniciativa de la editorial, que es quien tiene la sarten por el mango.

Como ése, hay muchos otros lances en los que el autor será sujeto pasivo: la maquetación, la compaginación, la fecha de salida al mercado, o los términos del contrato de edición. Debo decir que a veces es posible introducir alguna variante aislada (normalmente a costa de mucha presión) pero no suele ser lo habitual.

Sin embargo uno de los grandes problemas centrales siempre es el de la corrección del texto. Y eso sí que no es ninguna broma. Ante todo, debe quedar claro que un autor, cualquier autor, por encumbrado que sea, comete numerosos fallos de todo tipo en el manuscrito de su obra. Además, puede ocurrir que la editorial tenga un libro de estilo propio, e imponga sus condiciones, totalmente enfrentadas a la opinión del autor. Llegados a este punto, en ocasiones hube de mantener verdaderas batallas contra algún que otro corrector dispuesto a "colar" puntos de vista propios que a veces resultaban ser totalmente subjetivos, inexactos o erróneos. Podría poner algunos ejemplos concretos, pero algún lector sagaz o del mundillo editorial quizá lograría identificar al protagonista, y aquí no se trata de ajustar cuentas ni perjudicar el condumio de personas concretas que hacen un trabajo, todo hay que decirlo, muy mal pagado.

Por otra parte, es necesario aclarar que, por supuesto, existen correctores francamente buenos, profesionales sobresalientes que pueden dejar el libro como una patena: es justo reconocerlo. Pero el problema real no es que la proporción de buenos o malos correctores sea mayor o menor. Esa no es la cosa. La cuestión es que el autor deja su libro en manos de un grupo de profesionales, normalmente mal pagados, que trabajan contra reloj y que no asumen ninguna forma de responsabilidad pública en el libro: ni para bien, ni para mal.

Por lo tanto, cuando el autor somete el manuscrito a corrección, puede llega a sentir que está jugándose la obra en una especie de perversa versión editorial de la ruleta rusa. El momento crucial tiene lugar cuando llegan las primeras correcciones sobre galeradas. Ahí ya puede ver, en negro sobre blanco si el corrector ha hecho bien su trabajo, o no... o incluso ha añadido errores que el autor deberá corregir a su vez... y eso ajústandose a las sempiternas prisas de la editorial que sólo concede una semana... Esos días son de una inevitable angustia.

Ahí se encuentra el origen de faltas, fallos y errores en los libros sobre los cuales a veces los críticos llaman la atención. Y eso, bien porque no poseen argumentos más sólidos que aportar, o porque en su ingenuidad y/o ignorancia del proceso de producción del libro, no tienen en cuenta a quién corresponde resolver esos problemas: al corrector de la editorial. A mayor abundamiento, no crea el lector de este post que la crítica ayudará a subsanar los errores. Quía: antes de volver a "meter el libro en máquinas", como suele decirse en la jerga profesional, la editorial hará mangas con capirotes.

Sólo con el tiempo, si la obra se convierte en un clásico y se considera que algunos añadidos por aquí y por allá ayudarán a vender más ejemplares, quizá se le ofrezca al autor la posibilidad de intervenir de nuevo. Pero es posible que ni siquiera eso llegue a producrise nunca. Recuerdo que la edición en castellano de la novela de Graham Greene, El americano impasible, publicada hace años por Alianza Editorial - Libro de Bolsillo, estaba repleta de espantosos errores derivados de una desastrosa traducción. Leí la obra en 1992 y pude comprobar cómo, muchos años más tarde, nadie había hecho nada por remediar unos fallos a los que era totalmente ajeno el pobre Graham Greene.

Por último, no debemos olvidar la papeleta que supone la transcripción de nombres o palabras en lenguas extranjeras. Eso es una complicación adicional si la transliteración se hace del alfabeto árabe, ruso, chino o de otras lenguas orientales que utilizan ideogramas en la expresión escrita. Si el libro versa sobre la historia de un determinado país o cultura, se puede llegar a un compromiso claro sobre la inclusión del término en su transcripción original o lo más ajustada posible, aunque siempre pueden aparecer discusiones derivadas de la declinación, las variantes en la versión más antigua de la lengua y un largo etcétera. Pero si el libro abarca una variedad planetaria de nombres, la opción habitual y más lógica, es decantarse por la translitaración más habitual: la utilizada por los medios de comunicación o, simplemente, la variante más tradicional, castellanizada. Por supuesto, eso deja un flanco abierto a la crítica facilona que, sin embargo, no suele venir del verdadero experto, o del lector extranjero, el cual conoce bien las dificultades que supone transcribir en Occidente los nombres o palabras de su propia lengua.