lunes, 4 de enero de 2010

El por qué y el para qué (3)




















Prueba de imprenta de Eugenie Grandet, por Honoré de Balzac. Fuente: Escribir y reescribir, Un manual para la corrección de los textos narrativos, por Gloria Fernández Rozas, Madrid, 2008. Prácticamente ningún autor se libra de cometer numerosas erratas de todo tipo en la redacción de su obra (al margen de los cambios de criterio de última hora). Precisamente por eso, existe el oficio de corrector de pruebas, que utilizan las editoriales

En su obra, Repensar la Historia, ya ampliamente citada en un post anterior, el historiador británico Keith Jenkins reflexiona sobre ese punto en el que, tras haber concluido su investigación, los historiadores han de escribirla:

"Es en ese momento en el que los factores epistemológicos, metodológicos, e ideológicos vuelven a entrar en juego, interconectándose con las prácticas diarias, como ya habrá ocurrido durante el resto de las fases de investigación. Obviamente las presiones del día a día son muy variadas pero podríamos destacar algunas de ellas.

1. Las presiones de la familia y/o amigos ("¡No vas a trabajar ni un solo fin de semana más!", "¿podrías dejar por un rato el trabajo?").

2. Las presiones del lugar de trabajo: sobre el historiador se ciernen los apremios de los decanos, los jefes de departamento, los colegas, las políticas institucionales de investigación y, no nos olvidemos, las obligaciones docentes.

3. Las presiones de los editores en relación con:

-El número de palabras: las limitaciones sobre el número de palabras son considerables y tienen consecuencias. ¡Pensad en lo diferente que sería el conocimiento histórico si todos los libros fueran un tercio más cortos o cuatro veces más largos del tamaño "normal"!

-El formato: el tamaño de las páginas, el tipo de impresión, con o sin ilustraciones, con o sin ejercicios, la bibliografía el índice, etc.; en fascículos, acompañados de casetes o de vídeo, todo esto también tiene consecuencias.

-El mercado: dependiendo de quiénes vayan a ser sus compradores, el historiador elegirá qué decir y cómo decirlo. Pensad que la Revolución Francesa de 1789 ha sido "diferente" según haya estado dirigida a escolares, a estudiantes de secundaria, a lectores no europeos, a "especialistas revolucionarios" o a profanos en la cuestión.

-Los plazos de entrega: el tiempo que el escritor puede destinar, tanto a la investigación como a la redacción, y cómo se distribuye ese tiempo (un día ala semana un semestre sabático, los fines de semana) afecta a la disponibilidad de las fuentes, la concentración del historiador, etc. Una vez más, los tipos de condiciones que impone el editor para la conclusión de una obra son, a menudo, cruciales.

-El estilo literario: el modo en el que escribe el historiador (de forma polémica, discursiva, rimbombante, pedante o combinando todos esos estilos) y la riqueza gramatical sintáctica y semántica; todo afecta al relato y puede que el historiador tenga que modificar su escritura para adaptarla al estilo de la editorial, al formato de las colecciones, etc.

-Los evaluadores: los editores envían los manuscritos a lectores especialziados que pueden exigir drásticos cambios en la organización del material (este texto, por ejemplo, tenía originalmente casi el doble de páginas); además, se sabe que algunos evaluadores juzgan en función de sus intereses personales.

-La reescritura: en todas las etapas, hasta que el tecto llega a la imprenta, se producen reescrituras. A veces, secciones enteras necesitarán tres borradores; otras, puede que trece. Las ideas brillantes que inicialmente parecían decirlo todo se vuelven aburridas y deslucidas cuando las habéis escrito una docena de veces; a veces elimináis cosas escritas en el original, y los contenidos no omitidos a menudo parecen rehenes de la fortuna. ¿Qué tipo de juicios son los que baraja un historiador mientras trabaja con esos vestigios que ha leído y comentado hace ya tanto tiempo?


Los condicionantes que, según Jenkins, rodean la elaboración de la obra historiográfica y su publicación no pueden ser más exactos. El desequilibrio como orden fue también producto de todos ellos, con excepción de la evaluación, que cobró la forma de ajustes sobre la marcha, entre autor y responsable de la editorial. En cualquier caso, Jenkins demuestra, una vez más que no sólo conoce su profesión como historiador, sino que además experimentó en carne propia los problemas que supone publicar una obra académica. Asunto sobre el cual muchos críticos parecen no tener idea.

Porque, en efecto, lo que suele olvidarse es que la editorial es tan responsable como el autor del resultado final del producto final: el libro que llega a las manos del lector. Sin embargo, el autor es el único que lo firma.

A lo largo de las fases finales de produccción del libro, cualquiera de mis libros, suelo esgrimir este argumento una y otra vez, aunque normalmente con escaso resultado. Ello es debido a que el autor raras veces trata con nadie que no sea el editor, jefe de ediciones, reponsable editorial o como se designe a esa persona que se convierte en el único interlocutor. A veces, el autor tiene el provilegio de tratar con el corrector, o más propiamente, con el jefe de correctores; pero no siempre es así.

En consecuencia, el autor apenas tendrá contacto con el equipo de profesionales que darán forma final a su libro. En realidad, casi todos ellos tenderán a atrincherarse en sus respectivos ámbitos, evitando, muy conscientemente, el trato con el autor.





















Explosión de colores, casi festiva y algo pop, para ilustrar la "implosión" de Yugoslavia, a cargo de la revista de historia catalana "L´Avenç", 1993. Obsérvese la tipografía "para-cirílica" diseñada para la ocasión. La portada hizo desistir al autor de enviar ejemplares de su artículo a colegas y amigos en las repúblicas ex yugoslavas, por entonces en guerra. Cubiertas y portadas suelen elaborarse (aunque no siempre, por fortuna) al margen del criterio profesional de los autores.


En apariencia, el asunto puede parecer anecdótico, pero no lo es; porque el resultado final tendrá un peso nada desdeñable en el producto final. Y no hablo ya de tal o cual cubierta francamente chapucera que el mismo autor evitará contemplar siempre que pueda -cosa que sucedió con una de las ediciones de uno de mis títulos .Eso puede ser anecdótico o no tanto, puesto que las editoriales dedican partidas presupuestarias, nada desdeñables, al diseño de cubiertas: por algo será. Pero es que el problema puede llegar a materializarse cuando el jefe de ventas opina que el título de la obra "no le convence", "no es comercial" o cualquier otra consideración por el estilo. El lector que no tenga experiencia en estas lides, se preguntará: "¿Y llegado ese caso, el autor cambia el título a propuesta del jefe de ventas?". La respuesta no es sencilla: depende de la veteranía del escritor y su capacidad para capear este tipo de situaciones, su inventiva a la hora de proponer títulos alternativos, su disposición a tener en cuenta el factor comercial, y un largo etcétera. En cualquier caso,y sea como sea, la cuestión habrá sobrevenido a iniciativa de la editorial, que es quien tiene la sarten por el mango.

Como ése, hay muchos otros lances en los que el autor será sujeto pasivo: la maquetación, la compaginación, la fecha de salida al mercado, o los términos del contrato de edición. Debo decir que a veces es posible introducir alguna variante aislada (normalmente a costa de mucha presión) pero no suele ser lo habitual.

Sin embargo uno de los grandes problemas centrales siempre es el de la corrección del texto. Y eso sí que no es ninguna broma. Ante todo, debe quedar claro que un autor, cualquier autor, por encumbrado que sea, comete numerosos fallos de todo tipo en el manuscrito de su obra. Además, puede ocurrir que la editorial tenga un libro de estilo propio, e imponga sus condiciones, totalmente enfrentadas a la opinión del autor. Llegados a este punto, en ocasiones hube de mantener verdaderas batallas contra algún que otro corrector dispuesto a "colar" puntos de vista propios que a veces resultaban ser totalmente subjetivos, inexactos o erróneos. Podría poner algunos ejemplos concretos, pero algún lector sagaz o del mundillo editorial quizá lograría identificar al protagonista, y aquí no se trata de ajustar cuentas ni perjudicar el condumio de personas concretas que hacen un trabajo, todo hay que decirlo, muy mal pagado.

Por otra parte, es necesario aclarar que, por supuesto, existen correctores francamente buenos, profesionales sobresalientes que pueden dejar el libro como una patena: es justo reconocerlo. Pero el problema real no es que la proporción de buenos o malos correctores sea mayor o menor. Esa no es la cosa. La cuestión es que el autor deja su libro en manos de un grupo de profesionales, normalmente mal pagados, que trabajan contra reloj y que no asumen ninguna forma de responsabilidad pública en el libro: ni para bien, ni para mal.

Por lo tanto, cuando el autor somete el manuscrito a corrección, puede llega a sentir que está jugándose la obra en una especie de perversa versión editorial de la ruleta rusa. El momento crucial tiene lugar cuando llegan las primeras correcciones sobre galeradas. Ahí ya puede ver, en negro sobre blanco si el corrector ha hecho bien su trabajo, o no... o incluso ha añadido errores que el autor deberá corregir a su vez... y eso ajústandose a las sempiternas prisas de la editorial que sólo concede una semana... Esos días son de una inevitable angustia.

Ahí se encuentra el origen de faltas, fallos y errores en los libros sobre los cuales a veces los críticos llaman la atención. Y eso, bien porque no poseen argumentos más sólidos que aportar, o porque en su ingenuidad y/o ignorancia del proceso de producción del libro, no tienen en cuenta a quién corresponde resolver esos problemas: al corrector de la editorial. A mayor abundamiento, no crea el lector de este post que la crítica ayudará a subsanar los errores. Quía: antes de volver a "meter el libro en máquinas", como suele decirse en la jerga profesional, la editorial hará mangas con capirotes.

Sólo con el tiempo, si la obra se convierte en un clásico y se considera que algunos añadidos por aquí y por allá ayudarán a vender más ejemplares, quizá se le ofrezca al autor la posibilidad de intervenir de nuevo. Pero es posible que ni siquiera eso llegue a producrise nunca. Recuerdo que la edición en castellano de la novela de Graham Greene, El americano impasible, publicada hace años por Alianza Editorial - Libro de Bolsillo, estaba repleta de espantosos errores derivados de una desastrosa traducción. Leí la obra en 1992 y pude comprobar cómo, muchos años más tarde, nadie había hecho nada por remediar unos fallos a los que era totalmente ajeno el pobre Graham Greene.

Por último, no debemos olvidar la papeleta que supone la transcripción de nombres o palabras en lenguas extranjeras. Eso es una complicación adicional si la transliteración se hace del alfabeto árabe, ruso, chino o de otras lenguas orientales que utilizan ideogramas en la expresión escrita. Si el libro versa sobre la historia de un determinado país o cultura, se puede llegar a un compromiso claro sobre la inclusión del término en su transcripción original o lo más ajustada posible, aunque siempre pueden aparecer discusiones derivadas de la declinación, las variantes en la versión más antigua de la lengua y un largo etcétera. Pero si el libro abarca una variedad planetaria de nombres, la opción habitual y más lógica, es decantarse por la translitaración más habitual: la utilizada por los medios de comunicación o, simplemente, la variante más tradicional, castellanizada. Por supuesto, eso deja un flanco abierto a la crítica facilona que, sin embargo, no suele venir del verdadero experto, o del lector extranjero, el cual conoce bien las dificultades que supone transcribir en Occidente los nombres o palabras de su propia lengua.