domingo, 27 de septiembre de 2009

El por qué y el para qué (2)









Keith Jenkins: tal como es, tal como escribe










No soy muy aficionado al género de la teoría historiográfica, pero debo reconocer que el libro de Keith Jenkins, Repensar la Historia (Editorial Siglo XXI, 2009), me enganchó bastante. Mérito adicional de la obra es que me interesó hasta el final, a pesar de no estar de acuerdo con una parte sustancial de las ideas del autor. Pero precisamente por ello, el libro me resulta estimulante, por inteligente; y creo que es de lectura obligada para todos aquellos a los que les interesen las relaciones con el pasado.

Acabo de escribir “pasado” y con ello asumo una de las ideas centrales de la obra de Jenkins:

“El pasado se nos ha escapado y la historia no es más que lo que los historiadores hacen de él cuando se ponen a trabajar”.

El pasado es una cosa; y la historia, otra. El pasado es literalmente inabarcable, a no ser que el lector o estudioso lograra revivirlo. Jenkins analiza detenidamente esta fragilidad epistemológica consustancial a la historiografía, a partir de cuatro razones fundamentales:

1.- “Ningún historiador puede abarcar ni recobrar la totalidad de los acontecimientos del pasado porque su `contenido´ es prácticamente ilimitado (…) La inconmensurabilidad del pasado imposibilita la historia total”

2.- “Ningún relato puede recobrar el pasado tal como fue, porque el pasado no fue un relato sino que se compone de acontecimientos, situaciones, etc. En la medida en que el pasado ha desaparecido, no puede ser contrapuesto a ningún relato, por lo que los relatos del pasado sólo pueden ser contrapuestos a otros relatos”. En consecuencia, “no existe un `texto´ fundamentalmente correcto a partir del cual el resto de las interpretaciones sean sólo variaciones; todo lo que tenemos son variaciones”

3.- Y a continuación, el extremo más interesante: “
Este punto implica que, con independencia de su mayor o menor grado de verificación, aceptación o comprobación, la historia sigue siendo inevitablemente una construcción personal, una manifestación de la perspectiva del historiador como `narrador´”

4.- Ahora bien, si los historiadores sólo pueden recuperar determinados fragmentos del pasado, en cierto sentido y retrospectivamente, “sabemos más sobre el pasado que quienes vivieron en él”. En parte porque el historiador “descubre lo que ha quedado olvidado del pasado y es capaz de reunir piezas que hasta entonces nadie había encajado”. Eso supone que, forzosamente, “la historia constantemente combina, cambia, exagera aspectos del pasado”. Pero (y Jenkins cita al geógrafo
David Lowenthal) “no para alterar [deliberadamente] (…) los acontecimientos sino para (…) dotarles de significado”.

Y aquí Jenkins vuelve sobre un asunto fundamental: “Hasta el cronista más empírico tiene que inventar estructuras narrativas para dar forma al tiempo y al espacio”

Desde hace muchos años, en parte por los imperativos docentes, pero también a la hora de redactar libros y artículos, la consideración de la estructura narrativa ha sido importante en mi trabajo. Pero a la hora de escribir El desequilibrio como orden, eso tuvo una importancia capital.

La razón es bien sencilla y aquí el lector puede inferirla de las palabras de Jenkins: el pasado no era lejano, no era ajeno a mi propia experiencia vital. Durante los años que abarca el libro, yo mismo había trabajado como periodista, pero provisto de las herramientas interpretativas del historiador. Escribí un importante número de artículos para diversos periódicos, intervine en tertulias, leí conferencias, di entrevistas y también las hice. Viajé a varios de los escenarios que se recogen en el libro, hablé con estadistas y políticos, con simples ciudadanos de a pie, con periodistas, con militares, con viajeros, con militantes y cooperante, con víctimas y verdugos, con economistas y mafiosos. Me impliqué hasta el cuello en mi época desde diversas aproximaciones. Y asistí muy de cerca a la maduración de veinticinco promociones de jóvenes que pasaron por mis aulas: eso es un montón de personas, si contamos desde 1983 a 2008. Conocí sus opiniones casi como adolescentes y a muchos me los volví a encontrar como adultos y profesionales en ejercicio, unos cuantos de entre ellos en los medios de comunicación. Sus ojos, como observadores, y sus opiniones sobre lo vivido, me dieron un poso muy preciado de información para entender esa época.

En definitiva: yo mismo había vivido el pasado que iba a relatar; ese pasado me había moldeado a mí, como persona, no me era ajeno en modo alguno. Pero el relato de esos casi veinte años tampoco sería extraño a una inmensa mayoría de los lectores del libro. Y eso era un desafío muy excitante: el ejercicio de la Historia Actual me permitía solventar, en parte, la fragilidad epistemológica que acompaña a la profesión de historiador. El pasado había sucedido, pero yo lo había vivido; a mi modesta escala, incluso había generado fuentes. De hecho, El desequilibrio como orden era en sí mismo una fuente para posteriores colegas en lo que tendría de narración del pasado con las piezas encajadas de una determinada manera. Con datos y detalles que el tiempo borrará de relatos posteriores, posiblemente más esquemáticos. Pero además, el libro como documento publicado en mayo de 2009, daba la posibilidad de confrontar esa experiencia del pasado con aquella que habrían vivido los lectores. Por supuesto, nunca podría recuperar el pasado vivido por centenares de millones de personas en todo el mundo desde 1990 a 2008, pero dado que es una época en la cual la información circula de forma creciente en cuanto a volumen y velocidad, mi desventaja con respecto a un medievalista era infinitamente menor; incluso en relación a muchos colegas especializados en siglo XIX o primera mitad del siglo XX.







Sugerente portada para un libro que, a la altura de 2006, aportaba planteamientos muy innovadores, y que pasó injustamente desapercibido en España







Esto puede parecer muy pretencioso, pero no trata de mostrar la redacción de El desequilibrio como orden bajo la forma de un experimento historiográfico, o algo por el estilo. Sencillamente, explica por qué lo que empezó como un compromiso con Alianza Editorial para hacer un ensayo tirando a breve que rematara La paz simulada, terminó siendo una experiencia realmente divertida. Como historiador me resultaba muy atractivo retratar la época por la que acaba de pasar trascendiendo las noticias de los periódicos, ordenando los acontecimientos, encajando las piezas y asombrándome de la enorme complejidad del periodo. Y todo ello evitando redactar un manual de formato enciclopédico, con profusión de subcapítulos y apartados. El objetivo era capturar la esencia de un periodo cuyas consecuencias alcanzaban todavía, y muy de lleno, nuestra propia actualidad. Por lo tanto, ahí queda una primera respuesta, muy sencilla, al por qué y para qué de El desequilibrio como orden.

Lógicamente, la primera tarea consistió en estructurar mínimamente el periodo. De ahí surgieron, inicialmente, dos grandes bloques cronológicos: 1990-1995 y 1996-2000. Resultaba evidente que en el 2001 comenzaba un tercer periodo, ¿pero cuándo concluiría? A la altura del año 2006, parecía imposible responder a esa pregunta. Mi primera intención fue recurrir a un final abierto. De hecho, el libro de Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi, El fin de la clase media y el nacimiento de la sociedad de bajo coste (Eds. Lengua de Trapo, 2006) desarrollaba un argumento que prefiguraba la catástrofe social que se avecinaba, mientras que el Nuevo Orden podría tener cuerda para rato, sólo con que los republicanos volvieran a ganar las elecciones de 2008 en los Estados Unidos. Y eso a pesar de que la Segunda Guerra del Líbano, en el verano de ese mismo año, dejó muy en evidencia hasta qué punto estaban fallando las bases más sólidas en los planes de Bush y sus aliados para Oriente Medio. En otro momento más avanzado de la redacción, la idea fue concluir el libro con la invasión de Irak, en 2003.

Luego llegó la quiebra de las subprime. Es otro de mis recuerdos vívidos, porque aquel verano me lo pasé mayormente en Barcelona colaborando con Ramón Company en COM Ràdio, haciendo análisis de política internacional para su programa. Pues bien, cuando llegaron las primeras noticias sobre el impacto financiero de la crisis de las subprime a escala internacional, decidí dedicarle casi un programa entero al asunto y en pleno mes de agosto pronostiqué que la cosa iría muy mal, y que incluso la sociedad low cost iba a pinchar seriamente. Fue una de las pocas ocasiones en las que acerté de lleno en un pronóstico así. Pero, ¿cuándo iba a explotar la burbuja abiertamente? Esa era otra cuestión; pero de momento, lo ocurrido volvía a reforzar la idea de concluir el libro en abierto y a caballo del agotamiento del modelo
low cost.

Cuando se produjo el reventón de septiembre, 2008, estaba enfrascado en los capítulos referidos a China, India y Latinoamérica. Por lo tanto, muy pronto comencé a seguir la actualidad informativa y a buscar análisis de expertos financieros sobre lo que estaba sucediendo, incluyendo los puntos de vista de Krugman. También recuperé aquellas voces de alarma que Stiglitz venía dando desde los noventa.

Ni yo mismo me creía la suerte que había tenido: terminando el libro sobre una época, se abría el capítulo final en directo, primero desde la pantalla del televisor, y poco después en la misma calle de mi mismo barrio. Por entonces, la contundencia de lo que estaba sucediendo, no dejaba lugar a dudas: era “la Crisis”, con mayúscula, a escala global. Lo que no quedaba claro (y fue así durante semanas) era hasta dónde podía continuar la caída y a quién más podía arrastrar. Las medidas de reanimación puestas en marcha por los grandes expertos a escala mundial, se quemaban una tras otra.

Entonces comenzó a producirse un fenómeno interesante: a pesar de los descomunales descalabros financieros, del cierre de empresas y del desempleo galopante, no se reprodujeron los efectos sociales del crack de 1929 y la consiguiente depresión. O, al menos, no se repitieron exactamente según el patrón o las las escenas que la memoria popular guardaba en su cabeza sobre esa época; es decir: lo que nos habían contando reiteradamente sobre lo que fue aquello. Este fenómeno parecía asociado con varias causas, de las cuales vale la pena destacar un par de ellas.



















"Madre itinerante, Nipomo, California", fotografía por Dorothea Lange, marzo de 1936. Se trata de uno de los iconos gráficos más célebres de la Gran Depresión. La mujer, Florence Thompson, trabajaba como recolectora de guisantes. Empobrecida, se había visto obligada a vender las ruedas de su coche, e incluso la tienda de campaña. En nuestros días, tales dramas son protagonizados por la mano de obra inmigrante, lo cual ha contribuido a que, en la presente crisis, no se hayan difundido iconos de tanto alcance emocional para el público occidental

En primer lugar, algo ya explicado en el epílogo de El desequilibrio como orden: uno de los leitmotivs centrales de la globalización neoliberal, la creación de una clase media universal, había calado lo suficiente como para que amplios sectores de la población mundial optasen por aguantar el chaparrón, a la espera de una reactivación de las condiciones económicas vividas hasta entonces. En segundo lugar, una reacción ya mencionada en otro post de este mismo blog: a lo largo del siglo XX nos hemos acostumbrado demasiado a cerrar épocas en base al final de guerras de verdad, con millones de muertos y enorme devastación. Entre 1989 y 1991 no hubo tal; en 2008, tampoco.

Maticemos: la crisis de 2008 ha dejado a decenas de millones de personas en la calle en todo el mundo, pero no ha sido suficiente. Nos falta la repetición de la célebre foto de Dorothea Lange, las colas de parados en dramático blanco y negro, esperando al plato de sopa, un nuevo William Faulkner, las caravanas de temporeros viviendo al borde de la carretera en pleno Middle West. Quizá mucha gente confunde hoy el pasado con la historia, y pretende haber vivido aquel a través de un buen conocimiento de ésta, sin tener en cuenta la compresión temporal que incluye el relato histórico, sin los enormes tiempos muertos y el desconocimientos del futuro que nos impone la experiencia del presente. Por otra parte, puede que existan muchas fotos de Lange y colas y Faulkners en China; pero eso no nos ha llegado, o no nos ha impresionado. ¿Por qué será?

Desde el punto de vista político, a estas alturas resulta evidente que lo ocurrido en el otoño de 2008 inició un punto de giro, una verdadera puerta de salida a todo el periodo. No transcurre día sin que Barack Obama nos recuerde que el proyecto del Nuevo Orden ha pasado a formar parte del pasado. Los últimos capítulos han sido la renuncia al escudo antimisiles en Europa oriental; o la llamada del presidente norteamericano a iniciar una nueva era de cooperación y multilaterialismo ante la Asamblea de las Naciones Unidas, por citar sólo dos ejemplos muy recientes.

Quizá puedan parecer simples poses: pero hay momentos en la historia en los que es factible recurrir a esos posicionamientos, aunque puedan parecer artificiosos; y otros en que no hay margen para tal cosa, como ocurría no hace tantos meses. En realidad, hay muchos datos de que la situación ha cambiado realmente con respecto a los tiempos del Nuevo Orden. Washington y Moscú se están reconciliando; pero, por otra parte, ya se habla abiertamente de un intento conjunto chino-americano por empuñar la batuta global. Y no deja de ser curioso que Washington lo admita. Los occidentales ya no piensan en imponer un nuevo ordenamiento político en Afganistán; sólo en traspasar la papeleta militar al nuevo Ejército afgano y largarse de allí. América Latina se está ocupando de sus propios asuntos, con una autonomía que hubiera parecido increíble hace bien poco tiempo; eso incluye un
interesante acercamiento a África. El G20 es una realidad mucho más multilateral que el G8; la autoridad del FMI ha quedado socavada.

Es evidente que hay muchos escenarios que no han cambiado. La situación en Oriente Medio sigue pareciendo tan irresoluble como de costumbre. Pero eso era así ya en tiempos de la Guerra Fría, e incluso antes, en los años treinta del siglo XX. El mundo ha atravesado por diversos periodos en que todo ha cambiado menos el sumidero de los conflictos entre musulmanes-judíos y/o israelíes-árabes. Por otra parte, entre las grandes potencias emergentes no hay ninguna musulmana, a excepción, quizá, de Turquía. Es cierto que la presencia de China en África es anterior al otoño de 2008 y parece que seguirá siendo un realidad. Pero es que en la práctica historiográfica es un lugar común que la utilización de fechas como límites de los periodos es un recurso necesario pero relativo, a veces meramente aproximativo. Quizá por ello, el profesor
Santiago Niño Becerra ha vendido ya varias ediciones de su libro La crisis de 2010 (Eds. del Lince, 2009). En ocasiones, como la que nos ocupa, podemos considerar que en el otoño de 2008 pasó "algo" importante, aunque precedido por la crisis de las subprime y quizá seguido por un desastre financiero peor: el equivalente a 1932 despues del 1929.

El desequilibrio como orden arranca, precisamente, con algunas consideraciones sobre la conveniencia de recurrir a 1990 como fecha de inicio de todo el periodo, cuando quizá sería más adecuado hablar de 1989 o de 1991… cuando no, para algunos fenómenos, de 1987 o de 1981. Esto es algo que sabe cualquiera que haya pasado cuatro o cinco años en la facultad, como Carlos Masdeu.

Él, por ejemplo, pone en cuestión la validez de que el crash del otoño de 2008 establezca un final adecuado al marco general de la época. Una vez más, ve la habitual intencionalidad comercial en la elección de esa fecha. En realidad, la alternativa comercial fue la que se sugirió desde la editorial: prolongar el libro hasta el día anterior a la entrega del manuscrito. Esta práctica es la más frecuente en los libros de Historia Actual. Tiene la ventaja de lo “comercial” (supuestamente el libro le explica al lector lo que ocurrió hasta “ayer”) y al ser un final abierto, resulta menos arriesgado. Pero El desequilibrio como orden es una caja de bombas, y ahorrarle ese último riesgo era poco menos que anecdótico.

Es cierto que la elección resultó controvertida, posiblemente por las causas apuntadas más arriba y alguna más: conforme transcurre el tiempo, nos acostumbramos a vivir instalados en la crisis general (sobre todo aquellos que no hemos ido al paro). La cobertura mediática ayuda mucho a mantener esa ilusión. Por supuesto, y en primer lugar, las agencias y medios abonados a la derecha conservadora y neoliberal. Pero no faltan voces desde la izquierda moderada que se apuntan al recurso. De esa forma, unos por los otros, los periódicos y canales de televisión mantienen sus líneas editoriales, porque venden un determinado producto a un público concreto. Y aquí, aparentemente, no termina nada: Ahmadineyad sigue siendo el gran problema mundial, los rusos son fuente de todo mal, Chávez pone Latinoamérica patas arriba, Bin Laden no ha sido capturado, la guerra contra el terrorismo mundial no ha concluido y, para muchos, ya se está notando la ausencia de Bush. ¿Acaso ha cambiado algo realmente importante?

Pero esa tendencia –realmente comercial, en la peor de las acepciones que Carlos Masdeu pueda manejar- no hace sino explotar la tendencia a minimizar el significado histórico del momento vivido. Debe decirse que esto le sucede a una enorme cantidad de personas que, como
Fabrizio del Dongo en la batalla de Waterloo, viven el presente sin percatarse de que, a la vez, ya han atravesado el pasado inmediato.