Saddam Hussein es recibido por Franco y Arias Navarro en 1974. En esa ocasión se le concedió al iraquí la Gran Cruz de la Real Orden de Isabel la Católica como premio a su "comportamiento extraordinario en beneficio de España". Es decir, como pago simbólico de los 4 petroleros que Sadam había enviado a Franco meses atrás, durante el embargo de la OPEP en 1973
2.- La inminencia de la invasión de Irak, en el invierno de 2002 a 2003, pone de relieve un problema que, ciertamente, era de gravedad: ¿qué relaciones deberían mantenerse con los agentes y confidentes iraquíes del servicio de inteligencia español? Los vínculos entre los espías españoles e iraquíes eran importantes y no se circunscribían a aquellos meses. Arrancaban de la línea política favorable a los países árabes con raíces en los primeros tiempos del régimen franquista, de lo cual fue buena muestra el hecho de que en 1974 el mismo Saddam Hussein fuera condecorado por Franco con la orden de Isabel la Católica. Sin embargo, en marzo de 2003, España forma parte de la coalición invasora, junto con los Estados Unidos, Gran Bretaña y Polonia; y los iraquíes se convierten en enemigos.
Según los autores de Sin cobertura, los colaboradores más comprometidos con el espionaje español piden desesperadamente pasaportes y dinero para escapar del destrozado país, en el cual los norteamericanos detienen a mansalva, torturan e incluso hacen desaparecer a funcionarios y militares del antiguo régimen.
Ante esta situación, el esforzado jefe de Inteligencia Exterior del CNI, protagonista de la novela-reportaje no para de prometer que los españoles no dejarán tirados a sus amigos y aliados; pero el malvado “Pato”- Borrego, siguiendo instrucciones del gobierno, impide el rescate.
El planteamiento argumental de los autores de Sin cobertura parece correcto a simple vista. El gobierno de Madrid no quiere rescatar a los antiguos colaboradores iraquíes por no interferir con la labor depuradora de los norteamericanos en el invadido país. La posición española en Irak estaba absolutamente subordinada a la voluntad de Washington. En esa situación, el gobierno de Aznar no osaba arriesgarse a ningún tipo de enfrentamiento con los amos americanos. Y menos por salvar a un puñado de oficiales de inteligencia iraquíes, gente que, supuestamente procedía del núcleo duro del régimen de Saddam Hussein, a quien por entonces se buscaba denonadamente por entonces.
Llegados a este punto, los autores de Sin cobertura parece que no saben cómo salvar la papeleta narrativa, al margen de echar toda la culpa al jefe del CNI y al viceministro de Defensa. Sin embargo, una lectura un poco atenta de la novela permite descubrir dos cabos que los autores parecen dejar sueltos, no sabemos si intencionadamente o no.
3 .- Cuando el director general le prohíbe llevar a cabo el rescate de los colaboradores iraquíes, el jefe de Inteligencia Exterior del CNI no intenta nada por su cuenta que no sea ganar tiempo ante los cada vez más nerviosos espías del invadido país. En Sin cobertura se habla de una lista de treinta personas, sin que se mencione la condición previa de recuperarlas a todas en una sola operación. Pasaportes comprados en el mercado internacional, exfiltraciones individuales, recurso a terceros países amigos… la posibilidad de actuar extraoficialmente –recurso en teoría no ajeno a las actividades de un servicio de inteligencia- no parece pasársele por la cabeza al protagonista de la novela. Y es que si bien no existe servicio de inteligencia históricamente leal con todos sus colaboradores, hay categorías y grados; porque ganarse a la gente para una causa puede suponer mucha iniciativa y disposición a asumir riesgos.
El resultado es que, por activa o por pasiva, los colaboradores iraquíes del CNI de la época parecen ser víctimas de un españolísimo pufo en su variante administrativa; una versión actualizada del “vuelva-usted-mañana” de Larra, puesta al día cosmopolita al gusto del nuevo milenio, tras sobrevivir a lo largo de todo el siglo XIX y el XX. Es triste coincidir con los autores de la novela en que, efectivamente, esa versión de los hechos resulta más que probable.
Como complemento y propina, todo el aciago asunto es buena muestra de que, una vez más, los españoles carecen de un plan B. Otros países, como Francia, si lo tenían: el intento de secuestro de Saddan Hussein, pocos días antes de comenzar la guerra, que implica a daneses y finlandeses. Con esa operación, Paris intentó cortocircuitar las intenciones norteamericanas de desencadenar la invasión contra Irak,.
Madrid tampoco tendrá plan B (y casi ni siquiera plan A) cuando los ocho agentes del CNI caigan en la mortal emboscada de Latifiyya, el 29 de noviembre de 2003, dando lugar a la mayor catástrofe de un servicio de inteligencia español desde la Guerra cCvil, y uno de los mayores que haya sufrido cualquiera de sus homólogos occidentales desde el final de la guerra Fría y hasta el atentado contra la base avanzada de la CIA en Jost (Afganistán) el 30 de diciembre de 2009.
Los autores de Sin cobertura dan con la clave, una vez más; y de nuevo, la servidumbe de la novelística hace que el relato sea forzosamente simplificador. Algunos de los antiguos colaboradores del servicio de inteligencia iraquí, hartos de esperar por los pasapaortes que los librarían de la persecución americana, amenazan y luego ejecutan a sus antiguos colegas españoles. Primero es el sargento Bernal, viceagregado de información de la Embajada española en Irak. Cae asesinado en su domicilio el 9 de octubre de 2003; fue el primer aviso. Veinte días más tarde, se produce la emboscada de Latifiya y mueren otros siete agentes del CNI.
La emboscada fue planeada y ejecutada a conciencia por miembros de Ansar Al Islam Al Sunna, cercanos a Al Qaeda, con información suministrada por ex miembros del servicio secreto iraquí. Por parte española se produjo una acumulación de fallos. Los teléfonos vía satélite no funcionaron bien, y además, los agentes sólo contaban con dos. No llevaban localizadores GPS/GSM personales, ni QRF. Los automóviles de otros equipos de inteligencia, americanos o británicos, iban perfectamente camuflados, solían ser taxis o vehículos de reparto comprados a los iraquíes, remotorizados y blindados con kevlar. No así los españoles, que destacaban como extranjeros en medio del tráfico local y carecían de blindaje. En fin, quien lo desee puede leer en un foro especializado cuáles y cuántas fueron las carencias debidas a la idea de que se puede ir a la guerra haciendo economías; o que bastaba confiar en la idea de que era suficiente con ponerse de perfil, implicarse lo menos posible, y confiar en aquello de que los españoles resultamos simpáticos y queridos por doquier. En cualquier caso, en Madrid casi nadie parecía estar realmente preparado para que tropas e informadores operaran en territorio realmente hostil, en zona de guerra.
Por lo tanto, y aunque dan con la clave, al final los autores de Sin cobertura no parecen percatarse del trasfondo cultural que transpira el fracaso de la intervención española en Irak en lo relativo a la gestión de inteligencia. El mismo que late en el estado de conservación de los lavabos de un país. Un asunto, que por supuesto, va mucho más allá de la actuación nefasta de un determinado gobierno, de un jefe, de un responsable.
Según los autores de Sin cobertura, los colaboradores más comprometidos con el espionaje español piden desesperadamente pasaportes y dinero para escapar del destrozado país, en el cual los norteamericanos detienen a mansalva, torturan e incluso hacen desaparecer a funcionarios y militares del antiguo régimen.
Ante esta situación, el esforzado jefe de Inteligencia Exterior del CNI, protagonista de la novela-reportaje no para de prometer que los españoles no dejarán tirados a sus amigos y aliados; pero el malvado “Pato”- Borrego, siguiendo instrucciones del gobierno, impide el rescate.
El planteamiento argumental de los autores de Sin cobertura parece correcto a simple vista. El gobierno de Madrid no quiere rescatar a los antiguos colaboradores iraquíes por no interferir con la labor depuradora de los norteamericanos en el invadido país. La posición española en Irak estaba absolutamente subordinada a la voluntad de Washington. En esa situación, el gobierno de Aznar no osaba arriesgarse a ningún tipo de enfrentamiento con los amos americanos. Y menos por salvar a un puñado de oficiales de inteligencia iraquíes, gente que, supuestamente procedía del núcleo duro del régimen de Saddam Hussein, a quien por entonces se buscaba denonadamente por entonces.
Llegados a este punto, los autores de Sin cobertura parece que no saben cómo salvar la papeleta narrativa, al margen de echar toda la culpa al jefe del CNI y al viceministro de Defensa. Sin embargo, una lectura un poco atenta de la novela permite descubrir dos cabos que los autores parecen dejar sueltos, no sabemos si intencionadamente o no.
3 .- Cuando el director general le prohíbe llevar a cabo el rescate de los colaboradores iraquíes, el jefe de Inteligencia Exterior del CNI no intenta nada por su cuenta que no sea ganar tiempo ante los cada vez más nerviosos espías del invadido país. En Sin cobertura se habla de una lista de treinta personas, sin que se mencione la condición previa de recuperarlas a todas en una sola operación. Pasaportes comprados en el mercado internacional, exfiltraciones individuales, recurso a terceros países amigos… la posibilidad de actuar extraoficialmente –recurso en teoría no ajeno a las actividades de un servicio de inteligencia- no parece pasársele por la cabeza al protagonista de la novela. Y es que si bien no existe servicio de inteligencia históricamente leal con todos sus colaboradores, hay categorías y grados; porque ganarse a la gente para una causa puede suponer mucha iniciativa y disposición a asumir riesgos.
El resultado es que, por activa o por pasiva, los colaboradores iraquíes del CNI de la época parecen ser víctimas de un españolísimo pufo en su variante administrativa; una versión actualizada del “vuelva-usted-mañana” de Larra, puesta al día cosmopolita al gusto del nuevo milenio, tras sobrevivir a lo largo de todo el siglo XIX y el XX. Es triste coincidir con los autores de la novela en que, efectivamente, esa versión de los hechos resulta más que probable.
Como complemento y propina, todo el aciago asunto es buena muestra de que, una vez más, los españoles carecen de un plan B. Otros países, como Francia, si lo tenían: el intento de secuestro de Saddan Hussein, pocos días antes de comenzar la guerra, que implica a daneses y finlandeses. Con esa operación, Paris intentó cortocircuitar las intenciones norteamericanas de desencadenar la invasión contra Irak,.
Madrid tampoco tendrá plan B (y casi ni siquiera plan A) cuando los ocho agentes del CNI caigan en la mortal emboscada de Latifiyya, el 29 de noviembre de 2003, dando lugar a la mayor catástrofe de un servicio de inteligencia español desde la Guerra cCvil, y uno de los mayores que haya sufrido cualquiera de sus homólogos occidentales desde el final de la guerra Fría y hasta el atentado contra la base avanzada de la CIA en Jost (Afganistán) el 30 de diciembre de 2009.
Los autores de Sin cobertura dan con la clave, una vez más; y de nuevo, la servidumbe de la novelística hace que el relato sea forzosamente simplificador. Algunos de los antiguos colaboradores del servicio de inteligencia iraquí, hartos de esperar por los pasapaortes que los librarían de la persecución americana, amenazan y luego ejecutan a sus antiguos colegas españoles. Primero es el sargento Bernal, viceagregado de información de la Embajada española en Irak. Cae asesinado en su domicilio el 9 de octubre de 2003; fue el primer aviso. Veinte días más tarde, se produce la emboscada de Latifiya y mueren otros siete agentes del CNI.
La emboscada fue planeada y ejecutada a conciencia por miembros de Ansar Al Islam Al Sunna, cercanos a Al Qaeda, con información suministrada por ex miembros del servicio secreto iraquí. Por parte española se produjo una acumulación de fallos. Los teléfonos vía satélite no funcionaron bien, y además, los agentes sólo contaban con dos. No llevaban localizadores GPS/GSM personales, ni QRF. Los automóviles de otros equipos de inteligencia, americanos o británicos, iban perfectamente camuflados, solían ser taxis o vehículos de reparto comprados a los iraquíes, remotorizados y blindados con kevlar. No así los españoles, que destacaban como extranjeros en medio del tráfico local y carecían de blindaje. En fin, quien lo desee puede leer en un foro especializado cuáles y cuántas fueron las carencias debidas a la idea de que se puede ir a la guerra haciendo economías; o que bastaba confiar en la idea de que era suficiente con ponerse de perfil, implicarse lo menos posible, y confiar en aquello de que los españoles resultamos simpáticos y queridos por doquier. En cualquier caso, en Madrid casi nadie parecía estar realmente preparado para que tropas e informadores operaran en territorio realmente hostil, en zona de guerra.
Por lo tanto, y aunque dan con la clave, al final los autores de Sin cobertura no parecen percatarse del trasfondo cultural que transpira el fracaso de la intervención española en Irak en lo relativo a la gestión de inteligencia. El mismo que late en el estado de conservación de los lavabos de un país. Un asunto, que por supuesto, va mucho más allá de la actuación nefasta de un determinado gobierno, de un jefe, de un responsable.
Al día siguiente de la emboscada, algunos pobladores de Latifiyya parecen celebrar el resultado de la acción sobre los restos de uno de los automóviles carbonizados del equipo del CNI. Median casi treinta años entre la foto de Saddam Hussein en Madrid y ésta, todo un símbolo de la destrucción de los vínculos preferenciales que había tejido la diplomacia española en varios países árabes.
(Continuará)